IDIOTA

A vosotros que tratáis a los torpes con caridad y sin esperar recompesas, amigos, yo os saludo.

Además de ser una palabra arrojadiza apropiada para múltiples circunstancias y congrua con infinidad de caracteres, 'idiota' da título a una de las obras maestras del magistral escritor ruso Fiodor Dostoievski: "El idiota".

Pero no es ninguna de las anteriores, la razón por la que la hemos traído aquí esta mañana, antes de desayunar.

En la Atenas clásica de Pericles, frente al 'ciudadano', aquél que se preocupaba de la cosa pública, de la polis, de la política -no me vengan aquí ahora con demagogias sociológicas de que si se dedicaba es porque tenía tiempo y si tenía tiempo era porque tenía esclavos-, se encontraba el 'idiota' que no era otro que aquél que sólo se preocupaba de lo suyo, de lo propio, de lo particular y privado, desinteresado por todo lo común y en cierto modo egoísta.

Hoy en día, aquella democracia inmaculada además de resultar inviable, se nos haría insoportable. La democracia ateniense exigía lo que R. Dahrendorf ha llamado 'el ciudadano total' y nosotros estamos acostumbrados a importantes cotas de privacidad y de ocio.

Entre ambos extremos, entre el 'idiota' y el 'ciudadano', se han debatido las distintas escuelas de pensamiento a lo largo de la historia. Tal vez el caso en el que mejor se ejemplifique esta oposición sea entre el epicureísmo y el estoicismo, no obstante tan similares en muchos y fundamentales aspectos de sus filosofías.

Para los seguidores de El Jardín, la política no hace más que enturbiar y entorpecer el camino de una vida feliz, en donde la felicidad se concreta en la ausencia de dolor en el cuerpo y de perturbaciones en el ánimo. Para los que frecuentan La Stoa, sin embargo, el hombre debe preocuparse por lo público. Ahí tenemos a Marco Aurelio, el emperador filósofo, uno de los personajes más fascinantes que ha dado la humanidad: "Amóldate a las cosas que te han tocado en suerte y a los hombres con los que te ha tocado en suerte convivir, ámalos, pero de verdad".

Esta disyuntiva no es exclusiva de Occidente, sino que en todas las latitudes exige una elección. En Oriente ,para Lao Tse el hombre debe huir de la política, igual que él se exilió y abandonó su puesto de bibliotecario montado en un buey azul. Para los seguidores de Confucio, por contra, el individuo no sólo debe participar, sino que debe obedecer al gobernante. Tal vez sea esta la razón y no otra por la que muchos príncipes adoptaron con tanto júbilo las enseñanzas del confucionismo.

Y así sigue la cuestión: sin resolver. En la medida en que la política sea la ordenación de la vida común para crear un espacio donde sea posible alcanzar la felicidad individual, deberíamos preocuparnos por la política. O tal vez no, ¡que diría entonces Platón!

Lo que está claro es que si no lo hacemos, otros lo harán, iluminados o zotes, y no nos quedará otra que soportarlos. Ya decía Ortega que a la política se dedica el que no vale para otra cosa.