La democracia tal y como la concebimos es un invento bastante reciente, y su establecimiento como sistema de gobierno en el mundo occidental es una apuesta que apenas supera los 50 años.
Efectivamente, es después de la Segunda Guerra Mundial y de sus horrores cuando se impone la necesidad de un régimen como el democrático.
Todos habremos oído alguna vez que la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno. Esto es así porque fundamentalmente la democracia no es más que un conjunto de reglas del juego establecidas por quien tiene poder para legislar, poder que recibe de la legitimidad que en última instancia reside en eso llamado pueblo.
Como conjunto de reglas que es, podemos decir que se trata de un sistema adjetivo. Hablamos de modelo menos malo porque da cabida, acoge, asume, sobrevive a todo tipo de opciones de convivencia o políticas. Para ello, como parece lógico, se hizo necesario vaciarla de todo contenido valorativo.
Esto fue así en las primeras democracias, aquellas que florecienron en la Europa de la Belle Epoque, en los primeros años del siglo XX y también en el periodo entre Guerras y su ejemplo paradigmático fue la República de Weimar.
Pero de este sueño feliz despertaron a cañonazos. Una democracia meramente formal se demostró un sistema débil frente a los totalitarismo comunistas que asolaron una parte de Europa. Una democracia meramente formal era un juguete en manos de partidos como el Nacional Socialista en Alemania, que aceptando sus reglas se alzaron con el poder, cambiando legítimamente las reglas del juego, sucediendo después lo que sucedió.
La democracia, como sistema abierto que es, sigue siendo un sistema débil frente a las tiranías y a los regímenes fundamentalistas. Pero no tan débil como antes. Las democracias modernas, ademas de ser unas reglas de convivencia y de poder, se han pertrechado de un cuerpo sustantivo de valores. Es decir, hay reglas, hay que respetar las reglas, reglas que tienen como fin la realización de determinados valores -aquellos que la sociedad determina como valiosos-, o de su defensa, en la convivencia dentro una sociedad.
Este cambio de orientación viene a coincidir con el nuevo resurgir de las corrientes iusnaturalistas del derecho, frente a los iuspositivistas. Si algo enseño la Guerra es que el Derecho Positivo, el Derecho del poder, sin los límites de algunos valores, entraña ciertos peligros.
El conjunto de reglas por el que nos regimos los españoles desde 1978, la Constitución -inspirada en la Ley fundamental de Bonn de 1949-, sanciona en su artículo 10 que la dignidad de la persona humana es el fundamento del Ordenamiento jurídico.
Con esto quiero decir que no todo vale en una democracia, aunque se respeten las reglas, no todo vale, si se traicionan los valores.
Dice San Agustín en la Ciudad de Dios que lo que diferencia a un Estado de una banda de ladrones no es su organización, pues en ambos es parecida, si no sus fines, pues el fin del Estado siempre debe de ser el bien común.
Sentarse a negociar con una banda terrorista, negociar políticamente con quien ha hecho del terror su instrumento para conseguir fines políticos, es renunciar a todos los valores que dan legitimidad a nuestra democracia. Las víctimas del terrorismo lejos de ser una molestia, lejos de ser el pasado, son el acervo moral de nuestra democracia pues son víctimas por su defensa frente a la barbarie. Son el futuro en la seguridad de que su memoria impedirá que el olvidemos lo valioso de nuestra libertad y de la sangre que ha costado. No podemos olvidar nunca que su sacrificio fue en aras de nuestro modelo de convivencia. No fueron asesinadas, no fueron mutiladas, no fueron secuestradas, por una razón distinta de la de que representaban nuestra democracia, el modelo de sociedad del que los españoles nos dotamos en su día.
Olvidar esto, además de ser una bajeza moral, es minar los cimientos de nuestro modelo de convivencia. Si el Gobierno lo hace se privará de toda legitimidad. Si la sociedad lo consiente, habrá perdido toda dignidad.
Dejadme terminar con las palabras de León Felipe:
Amigos, escuchadme: No hay más que dos posiciones en el mundo: la de los que quieren la paz y la de los que quieren la justicia. La paz hoy la quieren los mercaderes porque con ella se hacen mejor las transacciones y los cambalaches. Y la justicia la defienden los poetas y el hombre prometeico porque con la justicia se camina hacia la luz y la renovación.
Pd: Tal vez otro día hablemos de la falacia del derecho de autodeterminación.
Oscar M. Prieto