
Acabo de volver de un viaje fascinante a través del plano de la eclíptica de la órbita terrestre. Me fui sin despedirme -no había tiempo para despedidas ni besos ni humos de viejas estaciones-, con una pequeña maleta de mano, para llegar puntual al perihelio:
el momento en el que la Tierra está más cerca del Sol, siete millones de kilómetros más cerca, por pasar al lado de uno de los focos de la elipse.
Podéis creer si os digo que no percibí en los habitantes de este planeta ninguna emoción reverencial por el suceso!
Creo que no se dan cuenta del viaje que realizan cada día colgados de este espacio inmenso. Hasta pienso que son incapaces de verse girar sobre sí mismos y trasladarse. Y aunque no tengo pruebas para ello, tengo la intuición de que ignoran por completo -al menos en los actos cotidianos de sus días y en sus oraciones- la inclinación de su eje y el milagro de las estaciones.
Tal vez sea esta la razón por la que tantas veces se les ve tan tristes.
Si he tardado un poco más ha sido por el genial atasco que había provocado la Luna llena más grande del año, la de enero.